Por más que se piense, las películas tienden a ser recordadas por detalles específicos e impuestos por la conversación que se dio al momento de sus estrenos. Hay casos, incluso, que son famosos más por lo que tuvieron alrededor que por ellas mismas; películas que sufren el paso del tiempo con la carga de esa imposición de la Cultura Pop de la cual todos hacemos y buscamos referencia. Esa suerte la tuvo el popular filme de 1998, Shakespeare in Love.

Hasta este año, mi curiosidad no había pasado de ver alguna escena aislada y perdida cuando se transmitía por televisión. Ese era el legado que parecía tener siempre Shakespeare in Love: una comedia romántica simple, para pasar el rato cuando se la encuentra al cambiar los canales. Sin embargo, la sola mención en cierta conversación el otro día me hizo recordar esa pequeña deuda de ver, con más atención y detalle, la controversial ganadora al Oscar de 1999. Mi sorpresa fue que esta resultó ser película para siempre, entre lo viejo y lo nuevo; como mezcla perfecta de lo usual y lo inusual.

Joseph Fiennes es el famoso Will. Universal.

Pero no es pensada así por todos los cinéfilos del mundo. En efecto, el recuerdo más importante de la película son los ganes que tuvo durante la temporada de entregas de premios; y cómo, de votar hoy, los miembros de la Academia habrían escogido, en lugar de la comedia, uno de los filmes de guerra más respetados, Saving Private Ryan. Ese mismo año, entre otros dos densos dramas bélicos (La vida es bella y The Thin Red Line), parece inconcebible que tanto “calibre” y peso dramático fuera destronado por una ligera comedia de amor entre sábanas y paredes del teatro. (La otra película contendiente era Elizabeth, curiosamente, otro drama de época).

Fuera del resultado, las maquinaciones políticas del momento la colocaron (al día de hoy) como un “robo injusto” o solo una elección errónea gracias a los esfuerzos malintencionados del ya destronado productor, Harvey Weinstein. Por eso, sin buscar darle peso a esos argumentos, pero consciente de que son los que la han mantenido viva todos estos años, me atrevo a decir que Shakespeare in Love merecía todo el reconocimiento que tuvo en su momento (me guardo la conversación de que le haya ganado a La delgada línea roja para otro rato).

Judi Dench ganó su Oscar por interpretar a la reina Elizabeth, con solo ocho minutos en pantalla. Universal.

Esta es una clásica, bien planteada, bien formulada y demasiado bien narrada historia sobre el apasionado encuentro de amor entre dos personas. El contexto en el que quiere enmarcarse solo vale para dar paso a los vestuarios extravagantes y necesarios puntos de conflicto que mueven los engranajes de la narración. Ese, en esencia, es su texto; claro y conciso junto a la lógica del clásico escritor inglés del cual surgen tales relatos pasionales y trágicos dentro del teatro isabelino de la época. Al ser leído todavía el día de hoy, el enganche con el nombre es suficiente para jugar con los detalles propios de las obras que compuso durante sus años de trabajo. Para Shakespeare in Love, eso significa solo la premisa que mueve adelante los detalles imaginados únicamente para la película.

Y, al mismo tiempo, resulta un acercamiento de enorme apertura a conceptos más contemporáneos, vistos desde un lente de adornado, que permite esconder a plena vista las sutilezas de su subtexto. La elegancia con la que se mueve la cámara durante los ensayos de teatro da paso a que ella misma se filtre por debajo del escenario y entre las sombras que ocultan apasionados besos y caricias. Cada accionar de los personajes resalta por el montaje oportuno y la colocación estratégica de los cuerpos en constante movimiento; cuerpos que se muestran para ser separados por sus circunstancias o unidos por sus pasiones (en un muy merecido erotismo).

El premio a mejor actriz siempre iba a ser de Gwyneth Paltrow y su apasionada y multifacética Viola. Universal.

La extravagancia de sus atuendos y atinado diseño de producción evidencian el presupuesto privilegiado que tuvo la película. Eso, por suerte, no le quita espectacularidad a su guion, el cual evidencia cómo aquellos trucos propios de las historias de amor de Hollywood son parte de una justa interpretación libre con las características propias de la época. Una secuencia en especial, justo a la mitad del filme, resulta de magistral construcción narrativa. Así, el sentimiento triunfante de reunir a todos sus personajes en una escena climática final solo es la culminación de tal genialidad de historia que no pierde su vitalidad ni un solo minuto.

Con un ritmo envidiable, que va de escena a escena sin esfuerzo alguno, cada personaje secundario aporta al conjunto general de la historia principal. Además, hay  un cuidado especial por aspectos que luego serán tomados en cuenta para avanzar la trama o solo para conseguir una buena broma dentro del tono ligero de la película. Pero esa ligereza en su personalidad como película solo evidencia las posibilidades de contar historias sin necesidad de aspectos demasiado melodramáticos o de mero sufrimiento y que de todas maneras tengan inmensa profundidad narrativa y astucia en sus diálogos. Las palabras tienen su propio peso para cada escena, pero no se subestiman las miradas intensas, furtivas o amenazadoras.

Al mismo tiempo, mientras los personajes están atrapados por las paredes del teatro, ese que alberga sus sueños y angustias, las personalidades son una constante invención de emociones que dependen de quién tengan al frente en momentos de una asumida libertad. Estas son vidas de constante actuación. Personas restringidas por la época, por las reglas de una sociedad y por ellas mismas. Pero, a pesar de todo, están dispuestas a romper los esquemas por aquello que les apasione y por aquello que consideren desde su propia felicidad, no importa cómo se vea ante los ojos de los demás. He ahí el secreto escondido de esta película: dentro de regulaciones, restricciones y convencionalismos, nunca pierde su espíritu de libertad.

Como si fuera poco, Shakespeare in Love se sostiene 21 años luego de su estreno como si todavía pudiera contar su misma historia el día de hoy. Solo hay que verla más allá de la controversia que la marcó injustamente, por avaricias y maquinaciones corporativas, y queda el disfrute cómodo de las dos justas horas de metraje que no tenía pensado más que ser eso al filmarla. Con una narración limpia, equilibrada, astuta y audaz, me sorprende que la tinta en el pergamino de esta particular historia no se haya despintado todavía. Al intentar descubrirla de nuevo, y verla con ojos más comprensivos, esperemos que en veintiún años más, el cariño solo vaya en aumento.

Julieta y su Romeo. Shakespeare está enamorado. Universal.