Similar a lo que sucedió con Roma el año pasado, una película que no viene de Estados Unidos acapara la atención de ese público y también del internacional por el entusiasmo con el que es recibida. Esta vez, con tintes más de sátira, Parasite explora la realidad socioeconómica de dos familias surcoreanas que se ven entrecruzadas no por cuestiones del destino, sino por la malicia y astucia de los que tienen menos poder económico. Sin querer contarles nada más allá de la premisa (ojalá no sepan ni eso cuando la vean), queda hacerles la muy entusiasmada recomendación de la película más importante de la temporada.
Conocido por sus diferentes visiones del mundo (muchas veces, fantástico), el director Bong Joon-ho ya había impresionado con The Host, su fantástica Snowpiercer y la producción de Netflix, Okja, de resultados un poco más regulares. Parasite, en cambio, lo eleva a niveles que ni él se imaginó que alcanzaría. Pero es porque el cuidado más preciso se ve reflejado en cada uno de los planos que tiene la película. Al plantear su historia, el movimiento de las partes de la trama permite que se vuelva una narrativa ágil y fácil de ver; sin embargo, cada detalle cuenta cuando se trata de ver venir las sorpresas que la película tiene preparadas.
Con ritmo incesante y ambicioso, pero nunca desgastante, Parasite transcurre consciente de que en el cine no hay tiempo que perder y de que cada minuto cuenta para avanzar el relato (así de ágil es durante su primera hora). Eso sí, también entiende que debe desarrollar a sus personajes, por lo que les da el tiempo para respirar y reflexionar. Su agilidad narrativa, entonces, se convierte en su principal herramienta para dar a conocer sus conceptos. Todo está fríamente calculado, las actuaciones se acoplan al ritmo y estado emocional que quiere dar la película, pero la película misma se adapta a los matices que cada actor trae y plasma a la hora de construir a su personaje.
Su reflexión es clara, pero contundente; y, por más que evoque tintes propios de la cultura coreana y remita a elementos propios del lenguaje que podrían perderse en la traducción, su lenguaje es ciertamente universal. Es más, esta es película que puede verse sin entender lo que dicen y, aún así, su mensaje llegaría a los espectadores sin problema alguno. Ese es el poder de sus imágenes. Es el poder de la construcción elegante y feroz de los elementos claramente divididos en la estructura crucial de tres actos del cine. Cada giro argumental permite que la narrativa avance, sin dejar olvidado lo sucedido antes de eso. Las subtramas son parte de la trama principal; todo resulta en un entretejido perspicaz y de detalles mínimos que mejoran la experiencia general.
Dividida en dos espacios principales, Parasite es reflejo puro de la sociedad. Su conflicto está claro, no tiene miedo de observarlo, mostrarlo y denunciarlo. No importa cuál sea, la representación de las personalidades se asemeja a sus espacios físicos, así como las limitaciones que vienen de ellos. Lo pequeño y encerrado puede prestarse para algo ingenioso y de grandes proporciones, mientras que lo más amplio y hasta con espacios de sobra puede verse como la limitación de aquellas ideas comprimidas. Mejor aún, y contra todo pronóstico, la revelación de un tercer espacio sugiere nuevas dinámicas y capas de significación a la cultura que pretende representar. Eso sí, es una cultura que se esconde ante el mundo, quiere mantener las apariencias, a pesar de las catástrofes que suceden en sus narices.
La valentía de un concepto se entrecruza con las ideas de su autor, quien entiende el mundo de manera más irónica, con tintes de las cosas absurdas que existen en el mundo. Y, sobre todo, es visión que se concreta con una estructuración perfecta de sus partes, con procedimientos cinematográficos envidiables por el cine tradicional que algunos tanto quieren mantener vivo, y otros, desafiarlo. Parasite es cine que entretiene, se disfruta y tiene mucho que decir. Sin duda alguna, es la película más importante de la temporada.